Vie. Nov 22nd, 2024

Antaño, un cuentista era el que iba de pueblo en pueblo contando historias, de modo similar a un juglar, pero para los niños. Es un oficio dignísimo, pero le ha pasado como al de payaso, que se ha visto perjudicado por el lenguaje popular.

Hace tiempo –desde el siglo XVIII, al menos– que “cuentista” se refiere más bien a la “persona que acostumbra a contar enredos, chismes o embustes”, y lo demuestra el hecho de que sea esta la primera acepción que recoge el diccionario de la Real Academia Española para este término.

“Tener más cuento que Calleja” significa ser “quejicoso o fantasioso, falsear la realidad, exagerando lo que le afecta a uno particularmente”; en fin, otro modo de ser un cuentista.

¿Quién fue ese Calleja que tanto cuento tenía? Los más futboleros –y algo mayores– recordarán al legendario Isacio Calleja (1936-2019), un defensa lateral izquierdo que ganó cuatro copas de España, dos ligas y una Recopa de Europa con el Atlético de Madrid. Pero no puede ser él, porque ya sabemos que, en esto del fútbol, los que se han hecho famosos por sus dotes interpretativas han sido siempre delanteros, posición en la que los piscinazos valen oro.

Nuestro hombre es Saturnino Calleja (1853-1915), que sí era cuentista, y muy bueno, por cierto. Aprendidas las artes de la edición, la encuadernación y la impresión de manos de su padre, en 1879 este burgalés fundó una editorial que centró en la educación infantil.

En una España en la que tres cuartas partes de la población no sabía leer ni escribir, de escuelas infrafinanciadas y de profesores mal pagados (sirva de ejemplo el dicho “pasar más hambre que un maestro”), Calleja quería ofrecer materiales didácticos a bajo coste –tanto a profesores como a alumnos– y actualizados de acuerdo con las nuevas corrientes pedagógicas, que recomendaban algo más que el viejo “la letra con sangre entra”.

Aunque publicó de todo, su editorial se hizo célebre por sus cuentos infantiles. Se distinguían porque estaban profusamente ilustrados, eran lo suficientemente pequeños como para caber en un bolsillo, no costaban más de 10 céntimos y, lo más importante, estaban hechos para “educar divirtiendo”, que no, no es un invento de la pedagogía moderna.

A pesar del bajo precio, la calidad de las ediciones estaba asegurada por la presencia de escritores de la talla de Juan Ramón Jiménez, que llegó a ser director literario de la editorial, e ilustradores como Salvador Bartolozzi, que se ocupó de la dirección artística. A la mayoría este nombre no les dirá nada, pero Bartolozzi fue uno de los historietistas más insignes de su tiempo, el que dibujó a Pinocho tal como lo conocen hoy en día en todo el mundo.

En cuanto a los textos, aunque fueran de los hermanos Grimm o de Hans Christian Andersen se adaptaban para que un lector español pudiera hacérselos suyos. El lenguaje era popular y castizo, añadiendo descaradamente ironías, anacronismos y referencias al folclore patrio. Y, por supuesto, aunque esto ya estaba inventado, la intención final era siempre moralizante, instructiva o ejemplificadora.

Durante muchos años, la Editorial Calleja fue la primera de España, Sudamérica y Filipinas en su género, llegando a publicar, por ejemplo, 3,4 millones de volúmenes solo en 1899. Y nos gustaría decir que “fueron felices y comieron perdices”, pues esta coletilla también se la debemos al editor burgalés, pero la casa desapareció entre deudas en 1959.

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