Vie. Nov 22nd, 2024

Desde hace casi 30 años diversos trabajos e investigaciones hicieron ver la necesidad de que México se preparara para ser territorio de tránsito de migrantes que buscaban llegar a Estados Unidos. El deterioro de las condiciones de vida en los países de la región, el exceso de mano de obra (y la falta en Estados Unidos) y los mecanismos de control en la frontera hacían cada vez más evidente que México sería el camino hacia el norte de un número creciente de migrantes.

Varios de los actores relacionados se fueron preparando. Las líneas aéreas y de autobuses establecieron rutas casi exclusivas para migrantes que transitaban por el país, los prestadores de servicios se alistaron. Todos menos el gobierno mexicano. No se hizo nada, dejando que el libre juego de las fuerzas del mercado gobernase este tránsito. Los resultados han sido catastróficos y tiene tintes de tragedia.

Hasta inicios de los 90, la abrumadora mayoría de los migrantes que buscaban entrar a Estados Unidos por su frontera sur, eran mexicanos y aunque empezaban a aparecer migrantes centroamericanos y de otras nacionalidades, la migración masiva de ellos inició después y por razones muy diferentes.

Mientras que la migración de mexicanos era esencialmente económica-laboral, en búsqueda de oportunidades de desarrollo, de reunificación familiar, algunos dicen “voluntaria”, la migración centro y sudamericana y subsecuentes reflejan un proceso de huida de países en condiciones de guerra, violencia e inseguridad. Por eso hay quien se refiere a ella como “forzada”. Muchos de ellos buscan asilo o refugio en Estados Unidos, algo que la política migratoria de ese país permite, es decir en estricto sentido no son “ilegales”.

A los sucesivos gobiernos en México la migración de mexicanos les acomodaba bastante bien y por eso no hacían nada al respecto. Salía mano de obra que México no podía absorber, disminuyendo así la presión social y económica de tener millones de desempleados más en el país y además mandarían remesas. Ni para qué meterse.

Sin embargo, al incorporar la dimensión de tránsito de migrantes de manera tan o más importante que la de salida, la problemática es muy diferente.

La vulnerabilidad de un migrante en tránsito es mucho mayor que la de uno de salida, no conoce los territorios por donde se desplaza, las autoridades locales abusan más de ellos, en ocasiones hablan otro idioma o con un acento distinguible que los expone más a abusos y a extorsiones y está huyendo, no tiene la opción de regresar si algo sale mal.

Se empezaron a conocer las historias de horror de lo que les ocurría, de la tristemente célebre “la bestia” el tren que muchos de ellos abordaban y en la que eran sujetos de múltiples violaciones a sus derechos más elementales. Las mujeres, con la certeza de que serían violadas, tomaban pastillas anticonceptivas antes de salir de sus lugares de origen. Las autoridades de casi todos los niveles no solo no hacían nada, sino que se convertían en parte del problema.

Esas autoridades detenían a los migrantes y los “vendían” a organizaciones criminales quienes para “recuperar su inversión” pedían dinero a sus familiares en Estados Unidos. Quizá eso explique por qué estados como Chiapas recibe tantas remesas. Si ese dinero no llegaba entonces los obligaban a participar, como “carne de cañón”, en sus actos delictivos. Así llegó la tragedia de San Fernando en Tamaulipas en el año 2010, en donde policías locales detuvieron y entregaron a un grupo criminal a 72 migrantes que, al no pagar y resistirse a participar, fueron asesinados.

Todo eso está documentado.

En paralelo, por otras razones que no tienen que ver con la migración de tránsito, pero que la impactan considerablemente, el Estado mexicano y sus instituciones fueron cediendo el gobierno de gran parte del territorio mexicano, a nivel local, a los grupos criminales quienes se convirtieron en dueños de todo lo que pasaba por ese territorio, en particular del tránsito de migrantes que empezó a dejar ganancias considerables para estos grupos.

A los centroamericanos de los años 90 se han sumado haitianos, caribeños, nicaragüenses, brasileños, extra regionales y ahora venezolanos que por miles huyen de sus países y que saben que por México será difícil y caro transitar pero al final será posible o en todo caso, mejor que quedarse en Venezuela.

Me cuesta mucho trabajo aceptar que no hay autoridades involucradas en este tránsito. No me explico cómo miles de migrantes venezolanos, en grupos grandes, llegan desde Venezuela hasta Piedras Negras en Coahuila y nadie los ve. Y lo peor es que nos enteramos de su existencia hasta que el gobernador texano los manda a Nueva York.

Quizá a eso se deba el anuncio de hace unos días, según el cual la marina se hará cargo de la inspección migratoria en el aeropuerto de la Ciudad de México y ya no el Instituto Nacional de Migración. Más allá de la legalidad de la medida, desde hace mucho, algo está podrido en ese instituto y el tema no se resuelve cediéndole sus funciones a las fuerzas armadas. Parece que eso y escuchar a Chico Che son las únicas dos soluciones que conoce este gobierno.

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